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Buey Neón: dualidad emocional

Julio César Durán

Principios diversos se encuentran enfrentados en el segundo largometraje de ficción de Gabriel Mascaro, quien tras ganar la Mención Especial en el Festival de Locarno, entre otros premios, por sus Vientos de Agosto (2014), llega con una historia de apariencia sencilla en Buey neón (2015) donde un joven y áspero vaquero que trabaja en las célebres “Vaquejadas” del nordeste brasileño, sueña con convertirse en un diseñador de ropa en medio de su vida rural.

Iremar, nuestro protagonista, maneja las vacas para esta especie de rodeo que mezcla un espíritu de espectáculo pero también de ritual, al lado de una “familia” peculiar formada por la pequeña Cacá y su madre Galega, el pintoresco Zé y otro vaquero más de nombre Mario. Todo este grupo representa dualidades ante la cámara, mismas que más que ser una batalla son en realidad un baile (por supuesto representados por un plano onírico recurrente), donde aparentes opuestos y contradicciones conviven, fluyen parsimoniosamente y se desenvuelven en un Brasil contemporáneo que en su faceta campirana se desarrolla con ritmos propios y maneras diferentes a las de la urbe que, en contraste de lo que observamos aquí, clasifica determinantemente todo.

Mascaro conserva un ojo naturalista, tal vez gracias a sus cuatro trabajos documentales anteriores, con el cual captura el día a día de esta banda que va de aquí a allá en las vaquejadas en un camión de redilas con los bueyes que participan en ellas. Los personajes que trabaja el realizador y guionista están siempre equiparados a los grandes animales que manejan, son estos precisamente los que demuestran las características más orgánicas que mecánicas del filme, mismas que son fielmente repetidas por Iremar y compañía.

Los vaqueros viven una dinámica similar a la de uno de los espectáculos principales en los que ellos laboran. El buey neón es justamente aquel impulso animal, natural, que está filtrado con una sofisticación. Iremar es en sí mismo la convivencia de aparentes contradicciones, una vida agreste y sus diseños autodidactas son dos mundos disímiles que encuentran su lugar frente a la cámara de Diego García (Fogo, 2012, Cementerio de esplendor, 2015) ante los cuales se expone.

Buey neón es una película sobre el cuerpo, el día a día sin filtros de pudor donde todo es natural, desde el sexo en un taller textil o en medio del ganado, pasando por los baños colectivos, hasta acciones tan ordinarias como la necesidad de orinar al aire libre. El protagonista es una mezcla de piel gruesa con pintura fosforescente, es un vaquero en medio de la mierda y la tierra que posee una sensibilidad distinta que sí, superficialmente se mira como una paradoja pero sin conflicto alguno, ahí es donde reside la belleza de la obra y el lugar donde el espectador queda atrapado.

Esas formas de vida tan naturales del ambiente rural brasileño, como podemos ver, están expuestas, se abren ante el público. Con el ritmo de un sensual baile, los personajes también se despliegan, es decir, no sólo está exhibiéndose una realidad o un escenario con todos sus detalles, sino que son ellos mismos, Iremar, Cacá y el resto de la tropa, los que se revelan en pantalla.

El logro de un largometraje de este tipo, con toda lo explícito que pudiera ser, es el descubrir un presente a partir de una antropología sumamente emocional y dedicada a perderse entre el nordeste de Brasil que ya no es totalmente el Sertão de Glauber Rocha, que está cambiando y modificándose, que ahora es también de luces neón. Sin una trama lineal que transcurra de “A” a “B”, Gabriel Mascaro ofrece un relato paradójico, una disección que a través de su simpleza, sin artificios demasiado complejos, modela para nosotros una tierra con múltiples matices.

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