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La una y muchas vidas de Verónica

Por Liomán Lima

Era una vez, yo, Verónica no es (solo) una película. Es un manifiesto sobre la búsqueda de la identidad, un testimonio sensual, un estudio de género, una introspección en el alma humana y también, el retrato de una generación, de una época.

Es de esos pocos, escasísimos filmes, donde las escenas parecen, por momentos, una sucesión de estrofas. Estrofas con versos de Sartre (sí, porque el existencialismo fue también, guste o no, pura poesía), de sensoriales rimas griegas de Safo y de Kavafis, de máscaras e identidades de Pessoa… La película es eso, una sucesión de versos en imágenes. Y es, por tanto, un poema.

Y como no hay más temas para la poesía que la vida; que la vida y su ausencia: la muerte; que la vida, la muerte y su negación: el sexo (o el amor); que la vida y el amor, la muerte y el sexo y su resultado: la identidad, la película del brasileño Marcelo Gómes es también un viaje de autodescubrimiento, un tránsito lírico y crítico de un personaje hacia la adultez.

Ella, Verónica (Hermila Guedes), es psiquiatra, acaba de graduarse, tiene 26 años y comienza a trabajar en un hospital decadente de Recife (la ciudad donde también nació Gómes, el director). Vive con su padre (W.J. Solha) en un apartamento frente a la playa, del que cuatro rollos después del inicio serán desahuciados por problemas estructurales del edificio.

Escucha música, principalmente a Karina Buhr, con esos temas lacrimosos que hablan del vacío, de qué hacer con la vida. El padre oye polcas y frevos viejos. Los dos hacen de esos sonidos otro personaje, otro de los misterios sonoros de la película.

Verónica tiene muchos amantes (o al menos eso parece) y también se hace muchas preguntas, o tal vez solo una, o tres. Eso sí, son de las que no tienen respuestas, de las que nunca podrá acertar a responder aunque indague en las últimas páginas del libro incompleto de su vida, o aunque las busque con desasosiego en los libros de descubrimiento que son también para ella los cuerpos de sus amantes.

Vive muchas vidas, como todos nosotros, pero vive sobre todo dos: la de su realidad y la de sus fantasías (o tal vez ha de decirse: la de sus sueños).

Son esos los planos narrativos en los que se mueve la película. Primero, el de Verónica en su ámbito público, como médico, con sus pacientes y sus conflictos, entre debates profesionales y éticos. Otras veces ese mismo plano se desplaza hacia su vida privada, en casa, con su padre, con su amante.

Con el primero establece una fijación afectiva tan intensa, tan pasional, que recuerda, muy castamente, el mito de Electra. Mientras, la relación con el segundo, dispersa, casi sugerida, es una de las fuentes principales de sus preguntas, sobre todo, de las vinculadas a ese ejercicio contra la naturaleza humana, a esa tarea ardua y a veces dolorosa que es la fidelidad.

Finalmente, somos también testigos privilegiados (¿voyeuristas?) de esa gran sesión de psicoanálisis que es el filme, con Verónica, como narradora, desnudando sus secretos más íntimos a una grabadora, tratando de comprenderse (¿de comprendernos?)

La fotografía, de Mauro Pinheiro, apoya esas perspectivas y se mueve y mezcla, junto a los movimientos internos del personaje, tomas casi documentales de la ciudad o el carnaval, primeros planos en el interior de la casa y el hospital o se detiene, de paso, en primerísimos planos intimistas.

Hay una secuencia extraordinaria en que los planos confluyen: el padre enferma. Verónica lo lleva al hospital. Uno de los doctores viene a notificarle los resultados, que es decir, a confirmarle, sus más desoladas sospechas.

Médico al fin, bien sabe Verónica lo que le vienen a comunicar.

Es en ese momento de aplastante desesperación, en esa secuencia en que Verónica transita desde la más sugerida contención al llanto desesperado, al máximo alarido de su angustia existencial, cuando Guedes confirma que ella, como actriz, es la imagen exacta de todo lo que la película quiere ser.

El halo de descocado romanticismo, su palidez irreal, su aura primitiva, sus ojos de gata asustada, su exuberancia sentimental, y sobre todo, su mirada, confluyen en la escena para confirmarle esa cualidad de criatura en crisis que la historia necesitaba para recrear la intimidad de ese universo.

Y es que a partir de entonces comienza la revelación de que en ese universo íntimo de urgencias elementales, de goces y placeres ocultos, el hedonismo y la adoración de lo efímero son también, para Verónica, formas de entender los grandes conflictos de la existencia humana.

Como si en su forma de vivir- y de pensar- sus relaciones, de preguntarse sobre el sentido de su existencia y su lugar en el mundo, ella representase la concepción de toda una generación sobre la vida, el placer y el tránsito hacia la madurez.

Distante del moralismo y los discursos, Gómes no cuestiona nunca al personaje, mas se centra en su punto de vista. Y es ahí, con ese intento de recrear desde un desbocado lirismo el mundo de una mujer, cuando recuerda por momentos al Bergman de Fresas silvestres. Pero, contradictoriamente, resulta más poético y, a la vez, menos simbólico y casi nada amargo.

El guion, que se sustenta dramáticamente sobre la urgencia de transformación de la protagonista, rescata la decadencia musical del cine poético, sin llegar a la sutileza, limpidez y maestría que ya enseñó este director en su hermosísima Cinema, aspirina e urubus (2005) o en la también extraordinaria Viajo porque preciso, volto porque te amo (2009), codirigida por Karim Ainuz (a quien mucho debe en el estilo de dirección de Verónica)

Habrá quien le reproche a este filme su representación pausada, casi tangible, los tiempos muertos, su excesivo lirismo, o que parezca, por momentos, psicoanálisis en imágenes. Pero aún así, nadie podrá negar que Era una vez, yo, Verónica es una película tan imperfecta como profundamente hermosa, tan sencilla como completa y sutil. Y funcional, en lo que quiso decir, en lo que deja entrever.

Y si una sola escena la justificara, si una sola escena la pudiera salvar, sería aquella de la gran epifanía, la revelación que transcurre un momento antes del final. Final que es, a la vez, el comienzo y que, sin embargo, muestra a un personaje distinto a la que comenzó.

A medida que se acerca la hora y media de metraje, Verónica comprende que solo potenciando su mundo interior, su paradójica espiritualidad, podrá soportar la vida adulta y las vueltas del azar. La película defiende así la posibilidad de los sueños y la de soñar desde la más irrestricta libertad. Esa es la revolución personal de Verónica, su rebelión contra la desidia del lugar común, su victoria contra la fatalidad de la muerte, de lo cotidiano, de la soledad. Debería ser, también, la nuestra.

 

 


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Lioman Alexander Lima Padrón

Crítica Cinematográfica

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana (2010) de cuya Facultad de Comunicación es actualmente profesor. Trabaja como periodista para la Agencia Latinoamericana de Noticias Prensa Latina y para el Diario del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Es, además, periodista colaborador del Centro de Información del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográfica (ICAIC) y miembro de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica (filial de la FIPRESCI). Cursó varios postgrados de Historia y Crítica del Cine y ha realizado ciclos de entrevistas a importantes directores de Cuba y del mundo. Cubre frecuentemente otros eventos audiovisuales, como la Muestra de Jóvenes Realizadores de Cuba, la Muestra de Cine Itinerante del Caribe y el Festival de Cine Francés de La Habana. Diversos medios electrónicos e impresos, nacionales y extranjeros, solicitan o publican frecuentemente sus trabajos relacionados con el séptimo arte y el periodismo cultural, entre ellos Cubacine, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, Orbe, Orbe Internacional, TheHavanaReporter (en inglés), Lettres de Cuba (en francés) y la Asociación Hermanos Saíz.

   

 

 

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