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Pulsión voraz: Los tiburones

Pulsión voraz: Los tiburones

Al contacto con la tierra, la orina se transforma en una masa pantanosa, Rosina, llena de curiosidad, la pisa sin importar que al hacerlo se impregne de este líquido humano que no proviene de ella. Lo hace despojada de toda vergüenza, así como tampoco se cohíbe al observar el pene erecto del mismo hombre que orina en la intemperie frente a ella. Para Rosina, el pudor y la intimidad quedan en segundo plano en el espectro de su moral, resulta más penoso comer los óvulos de una gallina o privar a una perra de su libertad al aprisionarla como mascota doméstica. Rosina es una anomalía, una irregularidad fascinante.

Los tiburones es la cinta debut de Lucía Garibaldi, desde la primera secuencia la uruguaya pone las cartas sobre la mesa, con un plano-secuencia que persigue a su protagonista en una toma de punto-de-vista que comienza con su rostro consternado que voltea hacia atrás mientras corre y termina en la orilla de la playa donde la cámara revela que de quien Rosina escapa es de su padre, de esta manera Garibaldi devela un poco más de su ópera prima: la chica que conducirá el relato es una conjunción de fuerzas contradictorias que no puede evitar fluir a contracorriente.

Discursivamente similar a un par cintas latinoamericanas del género coming-of-age, como Alba (2016), de Ana Cristina Barragán y Las dos Irenes (2017), de Fabio Meira, obras que exploran la inserción introspectiva, social y familiar a la convulsa etapa de la adolescencia. En el caso de Los tiburones, Rosina se encuentran inmersa en dos esferas que le son ajenas mas no indiferentes: su familia y su comunidad. En la primera de estas, ella es el foco de incomodidades y conflictos: su falta de tacto e incapacidad de adaptación social provocan que su núcleo más cercano la conciba como una molestia que impide la convivencia llana.

Es en el desarrollo de esta segunda esfera, la comunidad uruguaya que rodea a Rosina, donde Los tiburones presenta un interesante elemento argumental: al tratarse de un pueblo pesquero, resulta profundamente inconveniente la repentina presencia de un intruso mortal marino, del cual nadie puede afirmar ni negar que se trate de un tiburón. Este aspecto provoca en la protagonista un interés peculiar, pues le maravilla la inquietud general que se gesta en el pueblo a raíz de esta posible amenaza. Para Garibaldi, este aspecto del relato propicia un desarrollo multidimensional en la narrativa: a medida que Rosina se enfrenta a los cambios inexorables de la adolescencia, como el acné, la menstruación y el deseo sexual, en su contexto se genera una paranoia que gradualmente se vuelve más incontenible como la transformación corpórea de la chica.

A nivel formal, la película confecciona un estilo visual en donde resaltan los planos cerrados que enmarcan rostros y extremidades, no de forma gratuita, sino con un sentido narrativo que pretende resaltar aspectos internos de los personajes acentuando movimientos, expresiones y ademanes que logran detallar hacia el espectador matices íntimos de los componentes del relato. Como en aquellas secuencias que se desarrollan a la orilla del mar o en el comedor de una cena familiar, donde Rosina, como una fuerza magnética, se encuentra en medio de las situaciones como una otredad incomprensible. Si le gusta un chico, no sabe cómo acercarse a él, no sabe agradar; esquema que se repite con sus padres y hermanos al no conseguir empatizar con quienes la rodean, gestando una relación atropellada y reprimida.

Garibaldi toma prestados algunos recursos estilísticos de otras manifestaciones audiovisuales, como el videoclip, para completar un estilo autoral identificable. Secuencias musicales registradas en planos preciosistas, composiciones simétricas y espacios teñidos con colores pastel que contrastan con el embrollo mental que habita en la cabeza de Rosina. Como primer ejercicio de larga duración, la uruguaya consigue generar una propuesta íntima, impúdica y franca de esa etapa trepidante que se llama juventud, un trayecto cíclico, así como Los tiburones, cuya secuencia final es una suerte de reinvención oblicua de la insolencia impresa en a esa primera persecución.


Astrid García Oseguera

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