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A 40 años de Canoa

A 40 años de Canoa

Yoshua Oviedo Ugalde

Todo acto humano es una decisión que revela una postura ideológica y el cine, aún el comercial, no escapa de esto. El largometraje Canoa (1976) de Felipe Cazals se convirtió hace 40 años en un discurso político que le dio voz a toda una generación. La proyección, en la 31ª edición del Festival de Cine de Guadalajara, de este emblemático filme tampoco es azarosa, se hace con el recuerdo todavía sangrante de las víctimas en la tragedia de Ayotzinapa.

Antes de la gala, se aprovechó la presencia de la prensa con sus cámaras para mencionar el asesinato de la activista indígena hondureña Berta Cáceres, asesinada hace solo unos días en su país y de la negativa del gobierno hondureño de dejar regresar a México a Gustavo Castro, testigo de los hechos. No son situaciones aisladas, también se pudo mencionar el caso del costarricense Jairo Mora (1987-2013), otro ambientalista cuyo asesinato quedó impune.

Las venas latinoamericanas siguen abiertas y manando sangre, no importa si fueron los conquistadores de hace siglos, multinacionales capitalistas o individuos con intereses económico-políticos, la historia de América Latina tiene un capítulo aparte teñido de dolor y muerte, y que lamentablemente sigue expandiéndose.

En Canoa, Felipe Cazals trae a la luz los sucesos acaecidos el 14 de setiembre de 1968 en San Miguel de Canoa (Puebla); en el que unos trabajadores universitarios fueron brutalmente atacados por los pobladores de ese lugar instados por el sacerdote quien los había convencido de que eran estudiantes comunistas.

La importancia de la película radica no solo en la exposición del tema, sino también por su estructura: una parte documenta a modo de crónica los hechos, otra consiste en entrevistas a los pobladores y una tercera en la que se hace una recreación del viaje de los jóvenes. Estos tres segmentos están mezclados mediante la edición y ofrecen una lectura más profunda de lo sucedido.

Cazals coloca la cámara como si fuera un testigo, así, los espectadores también atestiguan las sinrazones del poder eclesiástico que manipula al pueblo y les insta a cometer actos barbáricos.

En 1976 esa puesta en escena por parte de Cazals y su director de fotografía, Álex Phillips Jr., resultó innovadora y arriesgada, sin embargo, ya en 1969, Miguel Littín había hecho algo similar con su película El Chacal de Nahueltoro, en la que narra las vicisitudes de un hombre que cometió unos asesinatos y que también se basó en eventos reales.

Aunque el fondo de ambos filmes difiere, se encuentran similitudes en la técnica empleada: Littín explora con su cámara la reacción del pueblo a medio camino entre el documental y la ficción, para mostrar cronológicamente los asesinatos y la posterior ejecución de José del Carmen. La acción del filme se corta con alguna voz en off o flashback lo que volvía más compleja la estructura narrativa.

Tanto Canoa como El Chacal de Nahueltoro comparten una mirada reflexiva y crítica sobre la sociedad en la que sucedieron los hechos. Instan al espectador a observar con atención y a replantearse el mundo en el que existen, sus discursos entrelazan el pasado con el presente en que filmaron sus obras, pero en la actualidad siguen vigentes por la contundencia de sus posturas.
Ambas beben del legado del mítico filme brasileño Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) de Glauber Rocha, otro cineasta que capturó su época a través del cine y que evidenció las problemáticas relaciones entre el poder político y el poder religioso, tan evidente en Canoa con la figura omnipresente de ese cura que se esconde tras unas gafas oscuras, negándose a ver la realidad.

A 40 años de Canoa su legado sigue presente en el imaginario cinematográfico mexicano, aunque ha tenido ciertos cambios. Si en el filme de Cazals la policía y el ejército llegan a intervenir, salvando a tres trabajadores, propuestas más recientes no tienen una visión tan positiva de las fuerzas armadas, como la película Batalla en el cielo (2005) de Carlos Reygadas, que ataca con dureza a la institucionalidad familiar, religiosa y militar.

En estas cuatro décadas, las páginas de los periódicos latinoamericanos han ido sumando nombres, personas quienes defendieron sus ideales, lucharon por los derechos humanos o simplemente vieron sus vidas arrebatadas por el poderío enfermizo de unos cuantos quienes dictaminan cómo se debe vivir o pensar. Si algo se debe sacar como reflexión es que como seres humanos lo sucedido en San Miguel de Canoa, Tlatelolco o Ayotzinapa no debe volver a ocurrir.

 

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