Talents Guadalajara

La noche es también un adiós

Por Liomán Lima

Al anochecer del 19 de agosto de 2011, Raúl Ruiz salió del estudio de montaje de su casa en París e inició su viaje definitivo hacia la muerte. En la mesa de edición quedó, inconclusa, La noche de enfrente y en su imaginación desbordada el proyecto para otras seis películas. Antes de la medianoche, un canal local anunció la noticia. Al día siguiente, las planas culturales de medio mundo explicaron la causa: una afección pulmonar. Algo así de simple, como un catarro.

Se iba Raúl Ruiz y con su muerte cerraba, quizás, el ciclo de una era de genios malditos, nacidos de ese horror de fugas y exilio y gritos callados y de vuelos de la muerte: el Chile de la dictadura. El final de esa era había comenzado nueve años antes, cuando murió en España Roberto Bolaño. A los dos el cáncer les devoró el hígado. Uno, el escritor, no soportó la infinita espera del trasplante. El otro, el cineasta, recibió un órgano donado (“de un negro de 32 años”... porque le dio potencia en todos los sentidos, dicen que decía), para morir un año después, de una gripe. Los dos dejaron un par de trabajos sin terminar. Así, 2666, la obra póstuma de Bolaño, fue a la Literatura, lo que es al Cine La noche de enfrente, la obra póstuma de Ruiz: un canto agónico de cisne, un testamento incompleto, una biblia-sepulcro para futuros adoradores, una misteriosa y apurada resurrección, un intento de rescate del arte de subvertir, de escandalizar y de contar. 2666 y La noche..., los últimos delirios, los últimos desenfrenos de las imaginaciones enfebrecidas de Bolaño y de Ruiz. Los dos trabajando en ellas hasta que uno de sus personajes, una de las presencias más comunes en sus obras, la Muerte, puso el punto, el corte final.

Con esa película inconclusa, el más prolífico cineasta que ha parido América se unió también al mito de los clásicos del Réquiem del Cine, a la corte de directores que, como Mozart, no les alcanzó la vida para terminar la obra definitiva: John Ford y su 7 women, Carl Dreyer y Gertrud, Bresson y El dinero, Kubrick y Ojos bien cerrados, Tarkovski y El sacrificio, Andrzej Munk y La pasajera...

Como esas obras que, por causa misteriosa de la conciencia o del azar, o por el afán de nosotros, los sobrevivientes, de descubrir un testamento tras la muerte de un mesías del cine, La noche de enfrente se revela como un resumen de los temas, las obsesiones, los seres y la visión surrealistas de la cotidianidad que marcaron la mayor parte de la obra de Ruiz. El autor repite en esta cinta sus más reconocidas marcas temáticas. Como hizo desde Tres Tristes tigres en 1968, volvió sobre los pasos de la literatura (esta vez una terna de cuentos del escritor chileno Hernán del Solar), rescató los símbolos de la infancia y de la muerte, devolvió la voz al protagonista moribundo que recuerda su vida (Misterio de Lisboa), al hombre que se encuentra con el niño que fue (Trois vies et une seule mort). Volvió, incluso sobre algunos de sus cuños técnicos: ángulos no convencionales, abundancia de primeros planos, largos plano-secuencias, uso innovador del color, negación del tiempo a través del alocado montaje...

La película narra la pesarosa abulia existencial de Don Celso (Sergio Hernández), un oficinista ya achacoso, cercano al retiro forzado y al final de sus días, que comienza a recordar los momentos esenciales de su existencia. Es decir, su infancia y su vejez. Los dos paréntesis de la vida, el comienzo y el final. El resto, o sea, la adultez, es una omisión, como si fuese insignificante para Ruiz, como si nos dijera que es solo un tránsito necesario, obligado, entre esos dos lapsos desolados y fundamentales.

Los recuerdos reales e imaginarios de Celso, sus años como los vivió o como le gustaría haberlos vivido, la gente que conoció o le hubiera gustado conocer, se conjugan en estas casi dos horas de desenfreno narrativo y propulsada ensoñación. En ella los planos narrativos se cruzan, los tiempos y niveles de realidad se trastocan y asistimos a un viaje del protagonista al cine, nada menos que con Beethoven... lo vemos mientras escucha cuentos fantásticos en la mismísima voz del pirata Pata de Palo o asiste a clase de idiomas… con Jean Giono. Todo en ese gran pastiche de géneros e invenciones que es La noche…, una especie de infinita caja china donde las historias esconden y develan nuevas historias, personajes, aventuras o emociones que conducen infaliblemente hacia la muerte.

Esta historia, sin orden o lógica aparentes, en su caos narrativo que remeda las inexplicables fórmulas del recuerdo y la memoria, no es, en definitiva, más que un grito de recobrada nostalgia, un callado homenaje al poder del cine para subvertir la cotidianidad y, sobre todo, una sublime metáfora de ese pecado sin absolución, esa gran mentira: el paso de los años. Y es que el tiempo es otro de los personajes de la película, otro de los entes que mueve o retarda la acción, sazona su conflicto, conduce a su desenlace. Abarca décadas y, sin embargo, parece no transcurrir (ni en la trama, ni para el espectador). Con la historia dispersa de Don Celso, con sus abruptos saltos que rompen toda lógica y causalidad posible de un guion tradicional, Ruiz está negando su paso, o acaso nos enfrenta con la presencia cotidiana del pasado.

Así de plurívoca es esta película de ocaso, un “en busca del tiempo perdido” sin magdalena, llena de guiños y trampas al espectador, de arranques de humor, de sesgos inquietantes, burlas y misterios, como si cada paso del personaje de una escena a otra, de un espacio a otro, abriera una dimensión oculta a lo desconocido.

Sin embargo, pese a esa vívida vocación de vanguardia, todo huele a decadencia en esta película. Tanto en ideas, temas y estructura parece mostrar el final de un ciclo, ser un dislate después de esa obra maestra que es Misterios de Lisboa. Tal vez porque fue hecha con el mismo temor de Don Celso, el de la latencia fúnebre, el del aviso sombrío de que el tiempo se acaba y sonará por última vez el despertador. La noche de enfrente puede resultar profundamente aburrida, eternamente lenta, disparatada, ingeniosa, irreverente, absurda y triste, como toda secreta despedida, como son casi todos los actos postreros de amor, los cantos a la memoria que son vencidos por el tiempo. Por el tiempo y su la noche, la muerte.

 


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Lioman Alexander Lima Padrón

Crítica Cinematográfica

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana (2010) de cuya Facultad de Comunicación es actualmente profesor. Trabaja como periodista para la Agencia Latinoamericana de Noticias Prensa Latina y para el Diario del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Es, además, periodista colaborador del Centro de Información del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográfica (ICAIC) y miembro de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica (filial de la FIPRESCI). Cursó varios postgrados de Historia y Crítica del Cine y ha realizado ciclos de entrevistas a importantes directores de Cuba y del mundo. Cubre frecuentemente otros eventos audiovisuales, como la Muestra de Jóvenes Realizadores de Cuba, la Muestra de Cine Itinerante del Caribe y el Festival de Cine Francés de La Habana. Diversos medios electrónicos e impresos, nacionales y extranjeros, solicitan o publican frecuentemente sus trabajos relacionados con el séptimo arte y el periodismo cultural, entre ellos Cubacine, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, Orbe, Orbe Internacional, TheHavanaReporter (en inglés), Lettres de Cuba (en francés) y la Asociación Hermanos Saíz.

   

 

 

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