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La decadencia de un cuerpo sustituto

Muchas veces en el cine, la decadencia es una puerta hacia la transformación tanto física como psicológica. El hilo vulnerable que se entreteje al acercarse a cierto final, sea en forma de redención, acto de renuncia o suicidio emocional, por decir algunos calificativos, se matiza como un descenso definido hacia lo inevitable, lo perverso o lo alegre, muchas veces condenado por el retorno al pasado, el espanto de la crueldad y un onírico sentido de atracción hacia el horror y el pecado. En Tras el cristal (1986), primer largometraje de Agustí Villaronga, se construye una espiral de delirio que, como dice uno de los personajes, encuentra la fascinación en el horror y la perturbación, en la doble personalidad y la máscara que, si aludimos al sociólogo Erving Goffman, se asoma en una fachada dramatúrgica que en algunos contextos no intenta esconder su esencia.

A partir de un aparente juego de venganza perpetuado por Ángelo, víctima de Klaus, doctor de un campo de concentración nazi, se personifica la decadencia desde una puesta expresionista fundamentada en un mosaico cromático que muestra la evolución de los personajes desde sus papeles como víctimas y victimarios. Los tonos azules que pueblan la primera parte de la película, retratados en planos medios y tomas en picada que también sugieren el advenimiento sombrío al cual llegará el castillo en el que vive el ahora doctor encerrado en un pulmón de acero, cambian cuando se desencadena la maldad en manos de la joven víctima que deposita el botón de su siniestra iniciación de asesino en la esposa del médico, quien cede su lugar al jovencito de ojos negros, sustituto de las retinas claras del resto de los habitantes de la casa.

Las ventanas, puertas y salones remplazan las praderas enrejadas de los campos de concentración, aunque mantienen el peso opresivo de aquellos sitios. Curiosamente, el único respiro de libertad no está en el exterior, sino en el voyerismo somático al cual se someten los personajes en sus definiciones como fichas de ajedrez: el verdugo reivindicado, el aprendiz fatal, la mártir justiciera y la pequeña observadora que sólo ve y escucha como si tratase de apuntar los hechos en su cuaderno mental. Con una luminosidad frágil, la decadencia invade bajo una neblina grisácea que hace emerger la figura de Ángelo como el doble sustituto del horror y el deseo sexual, el desamparo y la crueldad.

Tras el asesinato de la rubia esposa, los encuadres picados y planos medios mutan en close ups y contrapicados que evidencian el inquietante juego de poder bajo el encierro, la tortura y la infancia, aquí en primera instancia ultrajada y después reivindicada gracias a la sustitución del debilitado médico por la frescura de su aprendiz, leal escudero que repetirá los patrones de abuso a lo largo de solitarias calles que recuerdan las vías del tren de Double Indemnity (1944) de Billy Wilder o los caminos de The Third Man (1949) de Carol Reed, incrementado con el peso psicótico de los espacios extáticos del primer Brian de Palma.

Ángelo emerge en ese fascinante horror que propone Villaronga en su faceta inicial de cineasta considerado raro y maldito despierta una sutil depravación y malicia que renuncia a las explosiones sangrientas, los gritos despavoridos y las efímeras víctimas del cine de horror canónico, el cual, irónicamente, se asoma por un cristal decadente, vacío, engañoso y pecaminoso que lastimosamente ha olvidado la fascinación de la opera prima del realizador español.

Edgar Aldape Morales
Marzo 2018

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