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El país sin rostro

Bajo la atmósfera brumosa de un bosque observamos un cuerpo desfallecido. Una voz que se escucha en off nos plantea el dilema sobre cómo reaccionar frente a quien nos hace daño. ¿El perdón o sucumbir ante el odio? La cuestión se reitera a lo largo de los diversos testimonios que componen La libertad del diablo, último largometraje documental del realizador mexicano Everardo González, y probablemente uno de sus más sobrecogedores. Pone en el centro cómo la presunta libertad en que actúan cientos de victimarios ha derivado en la impunidad de sus crímenes.

 

En el filme escuchamos las historias de las miles de víctimas del crimen organizado: de mujeres cuyas familias fueron secuestradas a cambio de su seguridad, de madres cuyos hijos han sido desaparecidos y se enfrentan ante la indiferencia de las autoridades, de hombres que fueron amedrentados para extraerles información. Pero también somos testigos de las declaraciones de los jóvenes sicarios que atestiguan haber matado, de un militar desertor que expresa repugnancia ante la situación del país, y de un hombre que busca a sus desaparecidos y encuentra en Iguala 109 cuerpos en una fosa del que se sabe fueron enterrados vivos. Todos se preguntan por la naturaleza del dolor, por saber en dónde está el límite de una persona ante la tragedia, por entender cómo una persona podría infligir tal desesperación.

El documental adquiere mayor impacto en la decisión de una puesta en escena en que todos los involucrados aparecen usando una máscara de color verde ocre. Podría pensarse que es para proteger la identidad de los entrevistados, pero la película emplea como transiciones los paisajes de estos relatos y retratos de figuras anónimas que aparecen enmascarados de igual manera. Es una decisión que alienta la percepción de que esta sombría congoja se ha establecido en todos los mexicanos. Los entrevistados refieren constantemente a cómo la situación de violencia en que vivimos ha cambiado su rostro, a cómo el país se ha sumido en un proceso de desfiguración del que todavía estamos sanando. Algunos afirman la necesidad de ocultar su vergüenza, de apelar a la justicia, pero González cierra con un primer plano de una de las víctimas que resulta más liberador.

Hammurabi Hernández

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