Gradaciones a propósito de 600 Millas de Gabriel Ripstein

Por Jaqueline Avila

Un joven norteamericano entra a una tienda, camina, se dirige al departamento de armas. Pregunta precios, modelos, con tono dudoso y a ratos exaltado. Obtiene respuestas serviciales sobre sus dudas, parece que vender una pistola es igual o más sencillo que vender un televisor, basta con llenar un formulario y usted será el orgulloso propietario de un arma de fuego. En este mercado solo hay una restricción: las armas de uso militar no están a la venta. Su amigo mexicano aguarda por él en una "troca".

La representación de lo sencillo que puede ser comprar armas en Estados Unidos es el primer anclaje narrativo de 600 Millas, ópera prima del mexicano Gabriel Ripstein. Si bien las primeras secuencias del filme interpelan a este fenómeno y pueden ser leídas como una crítica a lo libertino de este negocio en Estados Unidos, que permite el equipamiento de armas de grupos delictivos en México, esta temática es, en sí misma, un sombrero con el que Ripstein cubre la cabeza de su cinta: el choque de dos personajes con formas contrastantes de vida cuyas identidades se desdoblan en un contexto de violencia.

Los personajes de Ripstein son bien diferenciados en los inicios de su filme, sin embargo, es el desarrollo el que los deconstruye dejando ver, quizá, una doble vía de presentación y desarrollo de caracteres: "lo falso" descubre "lo íntimo" del joven mexicano Arnulfo (Krystian Ferrer) quien a través de su socio "gringo" Carson (Harrison Thomas) busca llevar armas compradas legalmente en Arizona al norte de México para el negocio familiar de contrabando de droga y de Hank (Tim Roth), el agente de policía que se relacionará con el mexicano tras ser -impulsivamente- secuestrado por éste.

Arnulfo, con una pubertad aparentemente vivida en el seno del narcotráfico, cuyos suaves rasgos faciales evidencian su simulado tono de voz viril al discutir con Carson, se esfuerza demasiado para dominar su realidad, a la que tiene que pertenecer pero de la que se siente ajeno; una breve escena en la que frente al espejo, tras delinearse los ojos, Arnulfo se observa y se confronta a sí mismo una y otra vez con un "¿Qué te crees maricón?" -que evoca al identitariamente tribulado Simo de la cinta finlandesa Betoniyö de Pirjo Honkasalo-, quizá evidencia aún más lo inútil de su esfuerzo por pertenecer a la delincuencia mexicana.

Emparentada con la sobria formalidad: planos abiertos, limpios, en colores sólidos, en prescindir de música -tan sólo musicalización incidental-, cámaras fijas frente a las que se desarrollan acciones en una línea cuasi-documental por no decir intimista o los disparos que se escuchan, por lo regular, fuera de escena y temáticas (violencia, narcotráfico, el norte del país) de Heli de Amat Escalante, la cinta de Ripstein también guarda cierta afinidad con el trabajo del director de Sangre, en los momentos en lo que se introduce el factor violencia: ambas proporcionan breves y estridentes pasajes que contrapuntean la parsinomia del relato, dándole intensidad y un cambio de ritmo.

La mirada de Gabriel Ripstein al fenómeno de la venta de armas en Estados Unidos y posterior contrabando a México, así como a la identidad de los personajes que sirven de "caso muestra" para exponerlo es astuta, al encapsular el sustrato sensacionalista de una historia rodeada de armas y droga en dos o tres escenas con disparos; y aunque las motivaciones de sus personajes no sean inmunes a ser fuertemente contradictorias e, incluso, incoherentes o que la resolución de Ripstein, evidentemente sarcástica y cínica, no sea del todo concluyente, 600 Millas abona una inspección matizada con el latente relato personal de sus personajes de la complejidad del fenómeno del que parte que, en la experiencia, nunca es tan difuminado.